martes, 25 de noviembre de 2008


Cuando vio el cuerpo del gato en sus pies, los ojos amarillos seguían brillando. Armand seguía teniendo miedo y aunque un chorro de sangre salía del vientre del animal, pensó que sería mejor asegurarse de que no se podía curar. Ahí mismo, en el suelo del jardín, le prendería fuego.
Trajo unos maderos de la chimenea, los puso alrededor del gato porque no se atrevía a moverlo, y encendió una cerilla. Al poco tiempo empezó a arder. Primero las llamas eran normales, rojas, como siempre. Pero cuando la madera se estaba consumiendo y llegó al cuerpo del gato, empezó a salir un humo negro, negro intenso, y unas llamas amarillas, amarillas intensas, como la mirada del temido gato.
Pasó el tiempo, seguía saliendo humo negro, aunque cada vez menos. Llevaría varias horas ahí, esperando a que toda la pesadilla terminara. Le dolían las piernas, pero no se podía mover, tenía que esperar a que todo acabase. Por fin llegó ese momento. Ya no había llamas, el humo cesó, y entonces, se acercó a lo que quedaba del gato. Un montón de cenizas. Eso es lo que tendría que haber pasado aquel día que bajó al sótano. ¡Cuántas muertes se podrían haber ahorrado! ¡Qué razón tenían Marguerite y su madre!
Cogió una pala e hizo un agujero al lado de las cenizas. Las enterró y plantó un espino para poder ver que nunca saliera de ahí, y las espinas le recordaran la maldad de aquel animal.
Localizó a Louis, el capataz de “La Ferrandaise” y a Monsieur Raspail, el de la “Segalas” y les hizo acudir a su casa. Les contó que había encontrado a la fiera, y cómo había acabado con ella. Les volvió a vender sus tierras e hicieron un pacto para poder defenderse en el futuro ante cualquier fiera salvaje.
Marguerite y la Señora Croussac volvieron a reír, a canturrear por la casa, y a hablar con Armand como antes, como siempre debió ser.


Rocío Berrade 1º C

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